
Dicen los que saben, que hace millones de años el hombre no era más que un primate nómada, el cual viajaba en pequeños grupos e intentaba sobrevivir al ataque de otras feroces especies. También, dicen que en algún punto evolucionó; que empezó a caminar erguido y que emprendió una lucha por mantenerse en esta tierra salvaje y ruda. En esa lucha, aprendió a defenderse y a atacar, hasta que logró escalar a la cúspide de las especies terrestres. Igualmente, afirman que después de cientos de años en la cima de los animales, ese primate evolucionado enloqueció y se convirtió en el más grande depredador, destructor y exterminador jamás nunca visto: el hombre.
Hace cientos de años, iniciamos una frenética carrera por destruir todo a nuestro paso; ahora, parece que la estamos ganando. De esta manera, emprendimos una violenta guerra contra la naturaleza, la declaramos nuestra enemiga jurada y nos prometimos dejar nuestra huella en cada rincón de su existencia. Primero, invadimos cada espacio de su ser. Luego, asesinamos a miles de sus hijos y los eliminamos para siempre de la faz de la tierra; y finalmente, contaminamos sus venas, sus pulmones y sus entrañas. Pero eso no fue todo, porque cansados de nuestra fácil victoria sobre la sumisa naturaleza, decidimos atacarnos a nosotros mismos; dimos inicio a un proceso de autodestrucción.
Así, comenzamos invadiendo, como miles de hormigas pequeñas y hambrientas, hasta el más recóndito lugar de este planeta tranquilo. Nos instalamos plácidamente sobre sus tierras y construimos enormes edificios de concreto y acero, devorando ferozmente bosques y selvas, que albergaron durante millones de años a esos otros seres que existieron antes que nosotros. Poco a poco, el verde de la vida se fue marchitando para dar paso a un gris opaco y duro. Pero no nos conformamos con eso, porque nuestro egoísmo tiritante de envidia ante el resplandor de las estrellas en el cielo creó luces para opacar y esconder a aquellos astros plateados. Sin embargo, esa invención fulgurante solo fue posible desviando y atrapando, en inmensas jaulas de cemento, la sangre de nuestra madre tierra: el agua.
No obstante, aún tampoco nos sentíamos satisfechos; pronto quisimos arrancar de las entrañas del planeta todos sus preciosos tesoros, para crear con ellos joyas y coronas que nos ratificaran como los reyes de esa cadena evolutiva. Así que, sin la más mínima consideración, asaltamos su interior, rompimos sus huesos y dejamos enormes cicatrices sobre su piel de pasto. Y por esas heridas, comenzó a brotar una sangre negra y espesa, mal oliente y aceitosa, que se esparció como una tinta casi permanente por las quebradas, ríos y mares de esa madre convaleciente. Y esa agua, cubierta de ese pestilente líquido, empezó a contaminarse, a morir lentamente, dejando de lado su pequeño propósito de crear la vida.
De la misma manera, empezamos a querer ser como otras especies, por eso construimos pájaros enormes, caballos más rápidos y peces descomunales; y los usamos para volar por los cielos, caminar por la tierra y navegar por el mar. Ahora sí éramos casi los reyes del mundo. Sin embargo, todavía teníamos que ratificar que éramos la especie dominante. Entonces, capturamos a los otros animales, los usamos como alimento, como diversión, como rehenes; y con miles de ellos nos ensañamos y los masacramos para que nunca volvieran a existir. Estábamos ganando la guerra evolutiva.
Todavía más, deseamos cambiar el color de los cielos y la tierra, el azul y el verde nunca fueron nuestros colores favoritos. Por ello, teñimos los cielos con polvo negro y los suelos con tonos desérticos; nuestra obra de arte estaba casi culminada. Pero todo no podía ser tan perfecto, porque pronto esos artistas que habían transformado el mundo, empezaron a tener diferencias entre ellos. Esas diferencias crecieron hasta hacerse tan insostenibles, que un día cualquiera la guerra estalló. El hombre había empezado a luchar contra sí mismo, y en esa guerra cualquier cosa era válida. Por lo tanto, creó armas, bombas y espadas, y dio inicio a la dominación de los de su propia especie. En eso, el primate se pasó cientos de años.
Tiempo después de todo aquello, ese homínido evolucionado se detuvo por un instante a pensar; estaba cansado, su hogar estaba destruido y tenía hambre y sed. Entonces, decidió salir a buscar comida para comer y agua para beber, pero recordó que la naturaleza ya había muerto. Debido a esto, reflexionó y entendió que debía pedir ayuda; sin embargo, volvió a acordarse de que él era la única especie que quedaba. Estaba solo. De ahí que, triste y abatido, comprendió que debía buscar un nuevo hogar, debía encontrar en el universo otro planeta que pudiera recibirlo, porque esa tierra desértica y destruida ya no podía ser el hogar del ser más evolucionado.